Era de noche y La Catrina Trina no había tenido un buen día. Había caminado por horas buscando, por las ventanas de las casas, en los colores luminosos de las ropas, en los pantalones ajustados, en los cabellos ondeando sobre el rostro, en las voces melosas buscaba, no sabía qué, no sabía a dónde. Un olor sutil le decía que siguiera, que caminara, sin referencia y casi inanimada. Llegó a pensar que el olor provenía de algo atorado en su nariz, con uno de sus dedos intentó encontrar dicha cosa que nunca apareció. Es así como no le quedó más remedio que caminar y seguir buscando hasta que terminó aquí, sentada sobre las escaleras de entrada de un “Kiosko”, en cuál, ella no sabía, “existen tantos y tan iguales que no se sabe en cuál estas” decía Trina siempre confundida. Exhausta dejaba que los minutos, como pequeñas olas de mar que apenas rozan los pies, pasaran sin mayor importancia; “una sólo parece ninguno, pero con tanta exactitud y tenacidad, que cuando menos te das cuenta ya se han llevado todo” había escuchado de un amigo hace mucho tiempo en una singular analogía entre los minutos y las olas de mar.
Y cuando las cosas parecen más aburridas e imperturbables, una poderosa camioneta con cierta velocidad se paró en seco sobre uno de los cajones para personas con capacidades diferentes, La Catrina Trina sintió curiosidad por lo que estaba a punto de bajar de la camioneta. Piernas de una piel lisa con proporción casi divina, no podían ser las piernas de un paralítico, pensó la catrina, tras las piernas pareció bajarse el resto de una flor, una flor que caminó hasta dentro del establecimiento y sus hermosos pétalos iban desgajándose y cayendo dentro de las cuencas oculares de la catrina, inundando sus fosas nasales con el olor de una cascada colmada de sirenas de cabello oscuro. Inmersa en el fondo de dicha cascada, Trina no volvió en sí hasta ver que aquella flor de pétalos bondadosos, subía de nuevo a la camioneta manejada por un tipo matón que escuchaba a Jenny Rivera. Fue entonces cuando Catrina recordó estar buscando algo, pero esta vez lo hizo con alivio, pues lentas y pesadas, llegaba a su mente palabras en las cual descansar:
Mi amor joven todo lo puede, mi amor grande es como el cielo; oscuro y claro, inmenso y noble porque de bajo de él todo crece, florece y pudre. Mi amor marino a todos lados va, conoce mil mares y regresa. No hace falta que salga de casa media hora para enamorarse, no hace falta que pasen 10 minutos después del sexo y que regrese, vació y decepcionado, intruso, ajeno a mí, esclavo de un sólo pasado y de un muerto presente.
Mi amor en vano, que incomoda, mi amor punzante que no quiere sentirse, mi amor el que tomo entre los puños y con todas mis fuerzas cierro los ojos y me tiene en la cima de la torre Eiffel, listo para que lo suelte y deje caerse a un Paris en guerra, ardiente; en el que amanece y no hay perfume de besos, no hay perfume de sexo, no hay perfume, no hay perfume.
Mi amor al que atado de pies y manos por kilómetros y kilómetros de meses, no le queda más que su ridícula voz, repugnante y necia ya con la que silba con aire entre cortado una canción de noche, entre calles arboladas y hojas que caen y juegan a jugar en tu cabello, y juegan a vivir de recuerdos; dentro de un carro de vidrios empañados y en nuestros cuerpos nuestras manos.
Mi amor, mi amor, mi amor…
Néstor Fernando Cruz Rincón