sábado, 18 de diciembre de 2010

Canción de cuna

Había ido La Catrina Trina de fiesta un sábado por la noche. Un grupo de amigos que gusta de la bebida y el canto folklórico de este país, la reciben ocasionalmente en sus reuniones para con la compañía de las guitarras, la camaradería y los tragos, revivir a los artistas muertos que le dieron identidad a la música mexicana.

Al finalizar aquel sábado el alboroto musical, el regreso a casa de la catrina no fue como la mayoría, esta vez no estaba sola, una afectuosa presencia encendió fuegos que normalmente no aparecen en dicha casa.

Omitiendo los obvios detalles, puedo decir que después de un largo rato, Trina y la cariñosa presencia a su lado estaban por dormir cuando ésta última, preguntó a la catrina que se hallaba en silencio y pérdida en algún punto de sus pensamientos:

-¿en qué piensas?

-no pienso- dijo la catrina

-¿entonces?

-escucho música

-¿cómo? – preguntó con mucha curiosidad su acompañante, pues ahí no sonaba nada

Y La Catrina Trina habló así:

Empieza como nada. Silencio. Pasan algunos minutos, tal vez diez, veinte, tal vez cincuenta o ciento cincuenta, los suficientes para que la cabeza, nocturna y en un cuerpo inerte sobre la cama, vacíe una a una aquellas tantas e innombrables cosas que en la mente habitan.

Por caprichosas fortunas de estos tiempos modernos, la luz de una vela lánguida hace del mundo, ese mundo de tres por cuatro, un sepulcro para el cuerpo inanimado en el que a ciencia cierta, se desconoce su figura y forma, pues la luminosidad brumosa de aquella vela, mantiene inmerso en un pozo de miel todo cuanto alcanza.

Para cuando el ocaso de los moradores mentales está por cumplirse, como una flecha furtiva lanzada a la multitud, cae sobre los oídos, el cantar altivo y desesperado de un gallo a varias cuadras de distancia. Los siguientes segundos un mutismo expectante aguarda confirmar lo acontecido. Sin la necesidad de esperar demasiado, otra flecha atraviesa súbitamente la habitación y los sentidos voltean a mirarse entre ellos, entre queriendo y no creer. La siguiente flecha disipa las dudas; un gallo canta para otro, el tercero interviene. Silencio. Silencio. El segundo gallo contesta y es clara la agitación que reina sobre el pecho tupido de sabe qué cosa. Se presentan los deseos, se quiere gritar, se quiere correr a la ventana y lanzar con ellos flechas sobre la multitud, una voz desde el pozo de miel grita encendida “aquí estoy, me escuchan, yo los escucho, aquí, aquí, óiganme, yo también canto”.

Después, una tenue brisa hace saber que no ha pasado nada, la voz nunca salió, los gallos siguen su ópera sonámbula y la multitud alrededor no puede más que disfrutar. Es así, como de manera casi imperceptible, un rasgueo crudo de guitarra y de desconocida procedencia entra por la ventana, gira varias veces a rededor de lo que ve y después, como una delicada mariposa llena de rabia se posa en la punta del pie desnudo, con el primer y mínimo contacto, el cuerpo hasta antes inerte se contorsiona sobre la cama.

A kilómetros y kilómetros el tren da aviso a toda la ciudad de su llegada, aunque sean pocos quienes lo esperan. Tras su inconfundible silbar siguen resonando cuerdas, varias cuerdas, decenas, cientos, suenan tantas con melodía nostálgica, retumbante también, pues la miel que llena el cuarto comienza a moverse hacia cualquier dirección, haciendo flotar al cuerpo de arriba abajo y todos los objetos flotan también, rebotan en las paredes suavemente, suavemente, como en el arrullo de una hamaca.



Más tarde, parece escucharse un llanto en el cielo que nunca dice el nombre, sólo llora y canta, pero sabes que te llama y por fuerzas muy ajenas a las tuyas allá vas, disparado al cielo, impulsado por ráfagas de trompetas, dejando una estela de piel y músculos, pues el llanto descarna y despoja, come las entrañas y cuando ya se han perdido los ojos, la lengua y cada uno de los órganos, la cima del cielo aparece, el llanto y su clímax cantando “para de hoy en adelante ya el amor no me interesa, cantaré por todo el mundo, mi dolor y mi tristeza” han dotado de una libertad inexplicable en las alturas, única. Así pues, los brazos se abren y el cuerpo cae de espaldas a cientos de kilómetros por hora hasta llegar de regreso a la cama. La vela se apaga y en el rostro dormido, detrás de la cortina oscura de la noche, se encuentra una sonrisa.