lunes, 26 de septiembre de 2011

Datsun Marrón

Venía La Catrina Trina de un generoso festejo realizado por uno de sus ya muchos amigos en estas tierras. Ella caminaba hacia su casa por una de las solitarias avenidas villalvarenses. Los árboles en ambas aceras, tornaban la noche en un momento sombrío que hasta a ella misma le producían cierto recelo; Trina siempre ha tenido la idea de que en los árboles frondosos puede vivir cualquier cosa, en ese sentido, no sería raro que algún extraño monstruo la estuviese asechando, esperando el momento justo para saltarle a la cara desde una rama.
Al entrar a un claro, una cuadra de banquetas desiertas tenuemente iluminadas por el mortecino alumbrado público, se sintió más tranquila, su corazón tomó un ritmo cardiaco más lento y sus pasos fueron más seguros.


Al poco rato un silencio casi sepulcral se hizo escuchar, desde siempre había estado ahí, pero Trina no lo notó hasta ese instante. Levemente su corazón se aceleraba de nuevo y sus pasos trastabillaron un poco, se le crispaban los nervios con tanto silencio, pues todo parecía muerto (y nadie mejor que ella sabe que ni la muerte es tan silenciosa). Segura de que el mundo es un lugar escandaloso, prestó atención para escuchar. El abandono de las calles en esas altas horas de la noche, le permitió pararse en medio de aquel helado río de pavimento, cerró sus grandes ojos huecos y abriendo sus brazos cuan largos son, esperó.
De a poquito a ella fueron llegando destellos de sonido, como luciérnagas coquetas. El aire que le entraba por las fosas y se desparramaba por sus descarnadas costillas fue el primero en presentarse. Después, a su derecha una pareja de grillos galanteaba secretamente. A su izquierda en el rincón de un tejabán, una araña esperaba pacientemente sobre su tela a que un despistado insecto cayera en la trampa. Hizo un esfuerzo para concentrarse más y descubrió cómo el viento movía los pesados árboles, refrescando su follaje y cuanto ser habita en él; nada de monstruos, sólo gusanos mudos y torcacitas roncadoras, y todo eso lo sabía porque ahora podía escucharlo, incluso sus oídos alcanzaron los pensamientos de un hombre al que el insomnio mantenía despierto sobre su cama.
Después La Catrina Trina trató de ir más lejos y a unas cuadras de distancia, logró escuchar lo que parecía el sonido de un motor. Fija su mente en el ronronear de aquella máquina, supo La Catrina que se trataba de un auto, un Datsun 76 color marrón que figuraba destartalarse en su andar por las calles empedradas de la Villa. En su interior iban dos personas, el conductor era un chico de 22 años llamado Beto, y a su lado lo acompañaba la hermosísima Susana de apenas 17.
Trina se llevó una sorpresa, pues el zumbar desesperado de las alas de una mosca, le hizo saber que la araña andaba de suerte. Mientras tanto en el auto, se conjuraba el plan que llevaría a Beto y Susana a una noche de caricias nerviosas y jadeos tremulosos, noche de cuerpos despojados de sus ropas por la avidez de entregarse al deleite del amor, y también, por qué no, animados por el licor que junto con fuego, corría por sus venas.


<< Es increíble lo que uno puede descubrir y a donde puede llegar poniendo un poco de atención a sus oídos >> pensó Trina, y en ese punto, ella ya se encontraba muy interesada en las dos parejas, la del Datsun marrón y la de la telaraña; en la segunda el captor permanecía inmutable dejando que su víctima luchara y se resistiera a la trampa, tarde o temprano el cansancio la vencería; en la primera, Beto conducía con ansiedad, deseaba llegar pronto a su casa, entrar muy sigilosamente junto con la hermosísima Susana de ojos claros, faros de gracia, y hacer lo que ya se imaginan ustedes. Atenta trina seguía el lejano y apresurado ronronear, y también la desesperada lucha de una mosca por su vida.
Pasaron algunos minutos.
Beto miraba embelesado a Susana, arena blanca avivada de luna contorneaba su bien proporcionado cuerpo, su cabello rojo le caía por los hombros como regando un capullo del que está apunto de brotar una dulcísima flor, y Beto no era más que una atarantada abeja queriendo tomar la codiciada miel. En la telaraña, la resistencia de la víctima era prácticamente nula ahora, la araña se acercaba muy lentamente sin expresión visible en su rostro, fría y severa se preparaba a devorar su cena.
Beto sucumbía a sí mismo y apenas con las yemas de sus dedos, rozaba aquella arena blanca que Susana llevaba por piel, iba por sus brazos, por los hombros, por el cuello, las mejillas y por donde quiera que le fuera posible. También decía cosas que probablemente él no iba a recordar, pero a ella le encantaban, se miraban con los ojos fogosos queriendo ya no estar en ese auto, queriendo ya no estar en aquel helado río de pavimento. Susana sonrojada por uno de los halagos de Beto, no pudo mantener la mirada sobre la de él y volteó al frente para calmarse, al instante, la cara de encanto con que cargaba desapareció y se tornó en sorpresa, casi en horror, y gritando con voz agitada le dijo a Beto:
-¡Vas atropellar eso!
La Catrina Trina ya no pudo saber más, todo cuanto escuchaba había desaparecido sin más ni más. Sobre aquella calle desierta, alumbrada tenuemente por las luces mortecinas del alumbrado público, yacía inerte un bulto de huesos tratando de recobrar la conciencia, y a la izquierda, una araña imperturbable sobre su tela, tragando con dificultad lo que parecía lo último de una mosca.

Néstor Calavera

martes, 26 de julio de 2011

El Tigre

Era una de esas pocas tardes oscuras, densas y borrascosas en el valle colimense, cuando La Canela, pintoresca habitante del este de Villa de Álvarez, pesada, jadeante, se arrinconaba al fondo de la sucia herrería de Don Gabo el Manco, resguardando su tremuloso cuerpo y esperando, esperando algo que no sabía, pero el cansancio de sus piernas y la sensación de que el estómago le reventaría no le dejaban más que echarse a esperar lo inevitable.
Al poco rato supo que aquello con lo que cargaba hacía meses no eran las piedras que a veces se traga, tampoco eran rencores encarnados, no eran sino sus hijos, ocho hermosos cachorros lamidos y adorados por su madre desde el instante en el que ésta los vio nacer de sus entrañas.
Fue pasando el tiempo y los hermanos que se chupaban a su abnegada madre, crecían fuertes y bellos, entre juegos y mordidas, hasta que poco a poco se fueron regando por el mundo. Don Gabo, manco pero no menso ni manso, supo hacer negocio con aquellos cachorros imparables. Afamándolos de tiernos, nobles y obedientes, aquel viejo herrero fue cambiándolos por dinero hasta quedar sólo uno, un esplendoroso perro de ojos tristes y levemente atigrado.


Un día, a dos meses de nacido y cuando La Canela ya sin la obligación maternal salía de paseo, Don Gabo, se paró frente al último cachorro restante y mirándolo a los profundos ojos tristes le dijo:
-tú me gustas para que te quedes, te pareces a mí, ¿y sabes qué? Te vas a llamar “El Tigre”- desde ese momento el animal quedaría marcado para toda su vida por aquellas palabras que no entendía –así es, vas a ser “El Tigre”, el perro más cabrón de todo este barrio.

***

El típico rechinar del cuero con que son hechos los guaraches de araña, alertó a un triste perro que descansaba en el pórtico de una casa ajena. Dicho animal, con el ímpetu que le permite el llevar a cuestas una pila de años perrunos, dejó su letargo para irrumpir en el zigzagueante andar de los arácnidos guaraches.
El tripulante del tradicional calzado colimense paró en seco al descubrir frente a sí, entre las sombras, una silueta en cuatro patas que respiraba sonora y parsimoniosamente.
Cauteloso, el animal se acercaba permitiendo que la luna revelase su rostro, hasta que se hallaron el uno frente al otro en una mutua y silenciosa observación.
-yo soy La Catrina Trina, hija del tiempo hijo de la eternidad
-yo soy El Tigre, hijo de la calle y el perro más cabrón de todo este barrio- contestó el animal entre pausas para respirar
-¿estás enfermo?
-estoy viejo- decía mientras un hilito de saliva se desprendía de su hocico
-¿viejo? He visto como los años se repiten una y otra vez y créeme, tú no lo pareces tanto
-sé quién eres, sé que los siglos no mancillan el esqueleto que te irgue , pero el tiempo que he vivido yo ha sido suficiente para hacer de esta carne que me cuelga, una carga más que una fuerza- hablaba el animal mientras el hilo de saliva seguía alargándose- me pasé la vida intentando ser el guardián que estas calles necesitan; ladraba a los desconocidos, peleaba con los intrusos y el barrio me lo agradecía, ahora, toda esa gente que me respetaba ya no está, vivo incógnitamente entre el desprecio de los vecinos
-curso natural de la vida- decía la catrina
-lo natural sería morir ya


-no desesperes, cada quién tiene su hora
-¿y la mía no habrá pasado ya?- cuestionaba el tigre con angustia- tal vez algún descuido me ha hecho seguir cargando conmigo mismo
-¡imposible! El oficio de la muerte no es algo que se descuide o se tome a la ligera, segura estoy de que hay alguien designado a venir por ti en el último de tus días
-¡ayúdame Catrina Trina! Ayúdame a llegar al mundo que he esperado conocer desde que el olvido se hizo de mí; la gente aquí cree que soy molesto, me desprecian, me es difícil conseguir alimento, ya no sirvo para defender estas calles, los perros vecinos vienen y obran a su antojo y yo ya no pueda más que mirar y lamentarme
-lo siento, pero no es mi designio
-¿eres la muerte y no puedes mandar al otro mundo a un perro desgraciado y miserable?
-no juegues conmigo, desde hace tiempo que no ejerzo, ahora después de siglos, descanso y disfruto de andar entre los vivos
-¿y quién hace tu trabajo?
-existen miles de seres como yo, encargados de ultimar a quien le toque, yo soy sólo uno entre muchos
-¡mátame!- suplicaba el orgulloso y pobre perro mientras el hilito de saliva casi llegaba al suelo
-no puedo, siento pena por ti pero ahora tengo una forma física y si alguien me viese haciéndolo, estaría perdida
-míranos, es de madrugada y la ciudad esta desierta
Pensativa la catrina contestó:
-vamos a dejarlo a la suerte, ¿tienes una moneda?
-no, soy un perro
-bueno, entonces así lo haremos: nos sentaremos aquí, y si antes del amanecer este árbol pierde en número, más hojas que años en tu haber, será como tú lo deseas

***

Una mujer le decía a su hombre:
-levántate Fernando, tienes que hablar al ayuntamiento, ¿te acuerdas del perro mugroso que se echa aquí afuera en las noches? Amaneció muerto y tienes que llamar para que vengan por él antes de que comience la pestilencia

Néstor Calavera

martes, 11 de enero de 2011

Una muerte inesperada

La espesura de mal sabor en su boca, árida y sufriente de los efectos de una nutrida juerga la noche anterior, despertó súbita a La Catrina Trina y en el acto, a tumbos y de tambaleante caminar se dirigió a la cocina buscando un vaso con agua. Del refrigerador casi vacio sacó una jarra de gran tamaño y bebió directamente, al instante el agua, heladísima por cierto, inundaba las fauces de trina llevándose el pastoso sabor acre que tanto le disgusta en las resacas. Poco a poco también, la normalidad volvía a sus férvidos sentidos, sobre todo en la vista, donde cúmulos de una deslumbrante claridad entraban por sus redondos ojos huecos, como hasta tupirlos de blanca nieve que la dejaba ciega.
Más recuperada de la somnolencia y con su mente volviendo en sí, la catrina se paró frente al fregadero, sintió su boca limpia y aliviada, intentó recordar como llegó a casa durante la noche, – caminé – dijo para sus adentros y a su cabeza vino en imagen ella misma, mentándole la madre a una patrulla de la policía municipal y echándose a correr, a correr como una loca en medio de la calle empedrada bajo la oscura y briaga madrugada. Un sonoro - ¡Hah! – fue lo único que se le ocurrió después de recordar aquella escena.
Estaba por girar el grifo del agua para refrescar sus manos y su cara cuando algo la detuvo, su atención fue atraída por un pequeño punto veloz y diminuto que se movía asistemáticamente dentro de la tarja, hacía círculos, después líneas diagonales, verticales, horizontales y cuantos movimientos existan, todos a una velocidad excepcional con respecto a su pequeño tamaño, pero más allá de su rapidez, a la catrina también le pareció curioso como este ocni (objeto caminador no identificado) se detenía cada tantos centímetros, esperaba unos instantes y retomaba su andar. Trina acercó sus ojos para poder descifrar el misterio de aquel objeto y de pronto, sin saber cuándo ni cómo, ya eran dos pequeños puntos negros los que paseaban velozmente por su fregadero. Usando su cerebro ya despierto, puso su huesuda mano en medio de la pista de aquellos corredores y esperó a que chocaran contra ella. Después de algunos segundos el plan tuvo éxito, el primero de los puntos subió cautelosamente por el dedo meñique de La catrina Trina, un gracioso cosquilleo se hizo sentir y ella creyó reconocer que era el movimiento de minúsculas patitas. Al verse solo, el segundo punto también decidió subir a la mano y éste lo hizo por el dedo índice. Una vez teniéndolos a los dos y levantando el brazo, la catrina pudo ver de cerca aquellos inquietos seres.
Observarlos resultaba difícil, pues el remolino en que se convertía su mano parecía imparable, de tanto en tanto uno de los puntos detenía su estrepitoso andar para tomar aire, para ubicarse, buscar algo o sabe para qué, pero cuando lo hacía, ese efímero instante convertía al nebuloso espectro en un cuerpo ligeramente alargado y sostenido por seis patas delgadísimas, un par más grande que el otro empezando de delante, a ese extremo le coronaban dos antenas casi tan crecidas como los seres mismos. A través de su mente y pasado, La Catrina Trina recorrió todo el mundo tratando de identificar lo que tenía enfrente; ante sus ojos apareció bajo una lluvia de sol la pirámide de Giza, moradora antigua del desierto fértil; la muralla china serpenteando entre frondosas colinas, como un dragón que siempre mira; y cayendo eternamente y cada día, la torre de pisa, que su agonía no olvida. Pero fue aquí, cuando vio el azul volcán del que se viste al mago de mil fuegos, que a su lengua como una trucha aleteando llegó la palabra que buscaba.
-¡Esquilines! – dijo en voz alta mientras meneaba el dedo índice de la mano izquierda. Se puso contenta, hacia tiempo que no se los topaba y tenerlos en las manos le hizo apreciar la identidad olvidada de esta tierra. Cerró los ojos y temblando con la cabeza al cielo, sintió como por todo su macilento cuerpo rozaban las caricias de las almas que aún sin carne y hueso, habitan este casi desmemoriado pueblo.
Los esquilines, aparentemente siempre ajenos a la presencia de Trina seguían el juego, caminar, parar, buscar, huir. Con sorpresa y aparente recelo, uno de los seres pequeñitos, el segundo, atrapó al primero y aunque no muy claro, la catrina veía como el bandido estrujaba fuertemente el que huía, lo mordía, lo pateaba y maldecía, sorprendida nuestra amiga se limitó a ser sólo una espectadora de aquel evento. Menos de un minuto fue suficiente para que se separaran, el primer esquilín yacía inerte sobre la palma de la catrina, mientras el segundo, daba pasos cortos, miraba hacía abajo, a un lado y al otro, como queriendo abandonar la evidencia de su crimen. Pasmada, La Catrina Trina dejó los dos cuerpos sobre el pretil, uno vivo y otro muerto. – Muerto- pronunció intrigada. Ella conoce a los humanos muertos, conoce a los humanos vivos, vive entre ambos, pero, ¿y un esquilín?, ¿dónde queda un esquilín? Trataba de hallarlo en el suelo, en el aire, en el techo o donde fuera pero en algún lado habría de estar pensaba ella. Se dio cuenta de que no era así, no quedaba más que un cadáver mutilado. Caminó despacio y cabizbaja de regreso a su cama y por primera vez, en su incalculable existencia siendo hermana de la vida y muerte, reflexionó a cerca de lo que para cada uno de nosotros significa “morir”.