jueves, 27 de junio de 2013

El mundo entre tus nalgas


                                                                                                    Diálogos Mesiánicos

Si bien, La Catrina Trina no comparte el arraigado fanatismo futbolero de sus compinches, le es difícil mantenerse al margen del fulgor venido de arengas y vituperios, propios de la observación de un partido de futbol, en compañía de camaradas que comparten caguamas y el gusto por determinado equipo. Es así como aquel domingo 26 de mayo, después del partido final entre las Águilas del América y el Cruz Azul, se hallaba ante los pies del Rey Coliman, señor guardián del valle colimense, celebrando el dramático triunfo de los emplumados.
Los cantos de victoria se alzaban por los aires y se precipitaban a la gente, sólo para después seguir volando en las alturas; al ritmo de la batucada se organizó una danza dirigida por banderas amarillas; y los cuerpos, ondeaban, las melenas, los culos que desembocan de caderas femeninas, ondeaban.
Inmersos en la euforia, el gentío circulaba la glorieta. A Trina, ya nada de eso la arrastraba, se abstrajo profundamente en el suave contoneo de las nalgas posadas frente a sus enormes ojos huecos, esos ojos huecos y oscuros ahora se tupian del ajustado y diminuto short blanco, que vestía a medias el culo de la joven manceba.
-¡Jesucristo!... ¿ya viste eso?
-Sí wey, está de ¡No mames!
-Yo podría vivir ahí
-jaja… llégale Catrina, igual y pega
“¿sabrá esa mujer, será consciente de lo que guarda bajo las enaguas? Los desvelos de un hombre habitan entre los pliegues de esa carne magra, las angustias por ganarse un nombre y ser merecedor de tales caprichos de la creación. ¿por qué proveer tal abundancia, tal distinción a las criaturas?, ¿para que la malgasten con imbéciles sin aprecio?”
Un par de jóvenes saludaban a la manceba con efusivo abrazo
“Hombres se desviven cuales perros trabajando toda la semana, esperando el sábado, para poder entrar forrados en centavos a algún tugurio de mala muerte, bañarse en cerveza y contemplar alegres, pero deshechos en el fondo, lo que la edad y la pobreza les ha robado de sus casas, un culo hermoso donde descansar el alma.
Y no es que las nalgas de ese calibre sean sólo para los afortunados económicamente, sino que quienes las poseen las han hecho fuente de chantaje, les han puesto precio, ahondando la miseria de los miserables”
Los jóvenes servían generosamente un vaso de whiskey, costoso whiskey para la manceba.
“Fanfarrones, ¿qué les ha costado a ellos? Lo que cuesta es ir por las calles tragándose el delirio de rendirse ante tal desparpajo de mujer, de jurarse humilde y únicamente a la felicidad de nalgas como éstas.
No la culpo, creció sabiendo que los dones que le han de valer, son los que lleva puestos, creció ignorando que sus nalgas valen la Adoración religiosa, el rigor científico:

Clara manifestación divina
Ruega por nosotros
Fuerza del espíritu humano
Ruega por nosotros
Cimiento de la civilización
Ruega por nosotros
Paz de las consciencias
Ruega por nosotros
Martirio de los abnegados
Ruega por nosotros
¡Culo de Dios!
Amén.

                                                                                                             Néstor Calavera

jueves, 6 de diciembre de 2012

El último relincho del Potro



Y aquel amanecer ardiente e implacable, implacable como le fue toda la vida, al pie de una palmera Miguel Ángel Posadas iba a morir. Morir no era lo importante, si no el cómo; las cientos de historias que escuchó a palabras de su abuelo sobre bandoleros y rebeldes insurgentes, le habían dado una clara visión de su muerte, ésta habría de ser honrosa, digna de convertirse en corrido popular y ser entonada en cada una de las enramadas de la playa Cuyutlán, en Armería, Colima. Entre el vulgo, Miguel Ángel Posadas era lo que se conoce como un artista, y aunque su nombre y su apellido nos engañen remitiéndonos a las artes plásticas, él se dedicaba a la música, era músico y poeta, poeta de verso lírico.
Se ganaba los días a orillas del mar, a la pata raiz y con los dedos hundidos en la negra arena, evocando el dolor y las pasiones más hondas del bohemio, a través de las canciones de José Alfredo Jiménez, Agustín Lara, Antonio Aguilar y demás íconos del folklor mexicano.
Así se conocieron, La Catrina Trina despilfarraba un dinero ganado en la rifa anual de su colonia,  y después de zamparse una orden de deliciosos camarones al mojo de ajo, le solicitó a Don Tiburón, dueño de la enramada, le arrimase por favor hielo, vaso, tequila y agua de Jamaica, pues a ella nunca le ha gustado tomarse los jaiboles con refresco, como lo hacen hoy en día.

Al cabo de un rato, La Catrina ya se hallaba lo suficientemente cuete como para echar al vuelo el canto, así que no dudo en llamarlos cuando pasaron los “5 Potros”; grupo al que pertenecía Miguel Ángel y que en realidad era un cuarteto, pues Don Urbano el trompetista falleció trágicamente años atrás.
“Se lo tragó el mar; unos gringos nos llevaron mar adentro en un yate, que porque estaban organizando una “musical orgy” y querían que amenizáramos, yo no sabía lo que era su chingadera esa, hasta que vi que se encueraban y paseaban como sin nada por todos lados, total que mi compadre Urbano andaba de pitoloco baile y baile con una gûerota, cuando de golpe, encallamos sabe dios con qué fregadera y los dos cayeron para ya no salir. No sabemos si algo se los tragó, si desaparecieron por arte de magia, o si ya se sentían tan enculados que se quisieron pelar juntos, nunca se encontraron los cuerpos. Pobrecita de mi comadre, se quedó bien triste con un muchachito en brazos, y el cabrón de urbano poniéndole los cuernos, no tiene madre, para mí que fue el diablo quien se los llevó por lujuriosos”. Contó Miguel Ángel a La Catrina a cerca de la muerte de su compadre.

La tarde estaba por morir y el sol en su agonía, dibujaba un pasillo de luz sobre el agua tremulosa del pacífico. Trina se sintió tentada en más de una ocasión en andar por aquella alfombra lumínica, abrazarse del sol y sumergirse con él, extinguiendo la lumbre que llevaba en las entrañas; sí, La Catrina sufría de amor. Los 5 Potros, que en realidad eran 4, decidieron terminar su jornada laboral al ser la enramada de Don tiburón, alcanzada por el ocaso, disponiéndose a comenzar una noche de parranda con su nueva amiga. Pronto, el dueño se acercó con exquisitas viandas que en nada envidiaban a las del más ostentoso de los reinos marinos, lo invitaron a acompañarlos, esperando también, que las viandas corrieran por cuenta de la casa. Fue inevitable entonces la llegada de pláticas escandalosas y a carcajadas, el flujo riguroso de las botellas, el sonar del tololoche, uno que otro lloriqueo, además de otras cosas innombrables que suceden en borracheras tupidas de testosterona.

Ya entrada la media noche Don Tiburón se arrumbó en el suelo húmedo y frio de la cocina, sus ronquidos hacían notar que a él nada de eso le importaba y dormía como en la tumba, en la mesa, los únicos animados, Miguel Ángel Posadas y La Catrina Trina, jugaban póquer mientras los otros 3, aburridos de perder y acosados por el sueño se disponían a marcharse.
-uuy pero que ceviches, van a pensar que los de Cuyutlán somos bien rajones- los despidió gritando Miguel Ángel- no les vaya a pegar su señora, ¡Mandilones!
- y tú, ¿también te vas a ir?
-nada de eso mi Catrina, ahorita te voy a llevar a un lugar que está de lujo, y de paso, te presento a mi novia- y con otro grito para despedirse- ahí le dejamos el changarro Don tiburón, estese abuzado no me lo vayan a madrugar. Ahorita la vas a conocer Trina, está hermosa y nos queremos tanto.

Al salir al pequeño malecón ya desolado a esas horas de la noche, Miguel Ángel se dirigió a una jardinera y de entre las ramas sacó unas botas blancas, calzándoselas en los pies enterregados sin mediar calcetín. Cabe decir que éstas hacían perfecto juego con su cinturón, así como el pantalón de color negro y la tejana que con orgullo portaba en la cabeza. Se apearon por las calles empolvadas, La Catrina seguía sólo unos pasos atrás a su compañero descamisado, que andaba mientras hablaba emocionado sobre la vida de un artista, articulando con las manos cuanto concepto le venía a la mente. La luna se dejaba caer impúdica hacia él y la piel le brillaba como la arena negra de la playa, a Trina le pareció algo hermoso. Con botella en mano caminaron unas cuadras más, y al alcance de la vista quedó un tugurio mal iluminado de nombre “La Sirena alegre”; el rótulo de una sirena recostada con enormes senos era la mejor recepción después de dicho nombre.
Por dentro, el lugar figuraba ser una caja enorme donde se guardaba aire denso y poco diáfano, turbio a causa del humo de los puros, humedecido por el sudor y los fluidos de cuerpos lascivos, rosándose, deseando. Se sentaron en una mesa del centro, siendo entre semana poca era la concurrencia, así las muchachas que salían a bailar en el raquítico escenario les quedaban de frente, la banda quedó a su izquierda, arrejolada en la esquina.

-Cerveza, cerveza para los dos hija- pidió Miguel Ángel antes de que la mesera que se acercaba dijera algo- al ratito va a salir mi nenorra, es una chulada vas a ver- y soltó una carcajada- mira nomás quien viene ahí
-aay mi Potro, nos tenias muy abandonados- dijo una suripanta de las que frecuentan el lugar en busca de clientes ebrios y dóciles
-uno tiene sus asuntos chiquita, ya sabes cómo soy
-nada ps qué, lo que pasa es que nos quieres dejar por aquella que ni caso te hace
-pos la verdad sí, yo a Martha la quiero un chingo
-ay cálmate, mira, te voy a dar algo para que te olvides un ratito de eso- decía la suripanta a la par que se daba media vuelta dándole la espalda a Miguel y sentándose sobre él, generando que la Catrina pelara los ojos de asombro, pues le resultó hasta grotesca la escena del muy robusto cuerpo de la mujer, que se contoneaba rápidamente de un lado para otro, de arriba abajo, de adelante para atrás, el parco cuerpo del hombre parecía perderse entre aquel océano desbordado de carne y lujuria.
-jajaja ¿ya viste Trina? No por nada a ésta le dicen la Terremoto- y como si eso hubiese animado a la mujer, volvió a dar media vuelta quedando ahora de frente, haciendo los mismos contoneos, pero ahora, él fue sumergido en su totalidad, pues la terremoto inclinó su pecho atrapando entre sus senos el bien tupido bigote del hombre.   

Después de una alegata sobre si a Miguel le había gustado o no la llamada machaca de la Terremoto, él se negó rotundamente y a ella no le quedo de otra si no dejarlos.
No tardó en aparecer Martha, Manceba joven, ojos grandotes y cabello largo que le caía sobre los hombros desnudos.
-a poco no te dije que está bien chula
-sí, n como negarlo- asintió Trina
-mira nomás esas piernotas que se carga, ay dios mío, te quiero mi potranquita- le gritaba Miguel a su potranca, pero la equina no prestaba atención a las lisonjas de su potro, su baile parecía dirigido a lo que asemejaba más bien a un toro, señor imponente de la mesa de al lado, con una enorme barriga y brazos anchos, de piedra, curtido por casí 60 años (casi los mismos años que Miguel)  de trabajo en el campo. Martha sonreía, daba una vuelta, guiñaba el ojo, todo al toro ése.
-pues qué le pasa a esta ingrata, qué no ve que yo estoy aquí- refunfuñaba el Potro
La rutina terminó y para colmo de Miguel Ángel, Martha fue a la mesa de al lado y no a saludarlo a él, pero no conforme con eso, sentó sus caderas en el regazo de su acompañante.
-y luego ésta qué cree, ¿que estoy pintado?
-¿pues no es éste su trabajo?- preguntó La Catrina
-Ni madres, yo estoy aquí y no tiene porque ir con ningún otro marrano, para eso la voy a mantener y le voy a poner su casa- Miguel comenzaban a encolerizarse y en la oscuridad de su piel se notaba tenuemente enrojecido
-habrías de tomarte un tequilita para tranquilizarte, hasta colorado te pusiste- dijo Trina con sabiduría
-ya estuvo maistro, pérame tantito- dijo el Potro levantándose de un reparo de su silla, se puso al lado de la pareja y espetó- quién es usted para traer a mi mujer en las piernas
-Fidel Padilla, ¿tiene usted algún problema?
-cómo no lo voy a tener, si Martha va a convertirse en mi esposa y no puedo permitir que le ponga sus puercotas manos encima
-ya estoy hasta la madre- relinchó la Potranca- no veo cuándo vas a dejar de hacer estos teatros y entender que yo no te quiero, ¡estás loco!
-loco voy a estar si me niegas, siempre te he querido y por ésta- haciendo la señal de la cruz- que nos vamos a casar mi chula, para eso ya te ando haciendo tu casa
-¡me asustas, déjame en paz!
-ya oyó usted a la muchacha, a la chingada- mugió el Toro
-cuál chingada ni que nada, tú te vienes conmigo- dijo Miguel jaloneando del brazo a Martha que desesperada pedía ayuda. Entre los empellones el Toro se levantó y quién sabe de dónde sacó un machete.
-ya te cargó la chingada cabrón- y Miguel recibió dos machetazos, uno en medio del cuello y el hombro, el otro al costado izquierdo del torso- a ver si así sigues de enfadoso, ¡perro!- se escucharon gritos, la banda dejó de sonar, muchos salieron corriendo y otros simplemente se arrinconaron un poco más sin prestar demasiada atención.
-esto no se va a quedar así cabrón, tú me las vas a pagar pinche viejo puerco- gritó Miguel Ángel mientras Martha lo miraba terriblemente asustada, con lagrimas en los ojos, pues aunque no conociese a ese hombre, sólo a través de los numerosos acosos que éste le propinaba, la violencia súbita y descarnizada siempre es lastimera para algunos. Como en este caso también lo era para Trina, que con los huesos temblando levantó del suelo a su compañero de juerga y lo sacó de “la Sirena alegre”

Caminaron despavoridos por las mismas calles empolvadas, bajo la misma luna cayendo sobre la piel hermosa y mancillada del Potro, dejando un caudaloso arroyo de sangre desde el tugurio hasta la playa.
Y aquel amanecer ardiente e implacable, implacable como le fue toda la vida, al pie de una palmera Miguel Ángel Posadas iba a morir.
-sabes pinche Trina, siempre he pensado que la muerte es la incertidumbre más certera que guarda un hombre; desde el momento en el que naces, sabes que algún día la última de las parcas va a venir por uno, pero lo que no sabes es cuándo, ni cómo. Yo siempre imaginando cómo sería y ve nomás, voy acabar macheteado por un pinche puerco que se quiere quedar con mi vieja, bonita chingadera, pero bueno, a ti que te va importar esto, si tú eres tú. Ni modo mi Catrina, ya no hay más relinchos para este potro ¡ua ua ua!.
Terminó Miguel Ángel Posadas recargándose en la palma, cubriendo su rostro con la tejana que orgulloso llevaba en la cabeza, la sangre iba dejando de emanar y pronto sus brazos se dejaron caer inanimados. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Polvo Eterno

Sé bien que no he escogido la materia de este cuerpo tenaz, pero indefenso, arrastro una cadena de cenizas: polvo eterno. Tal como yo han pasado las edades, soportando la lucha de lo interno, el polvo va tomando sus entrañas de alimento... Al principio, cuando su alma no era más que un cacho de mármol, ajeno al dolor y a toda esperanza del cincel que habría de pulirla, para la Catrina Trina resultaba muy difícil entender la naturaleza de los sentimientos. Ahora, tiznada con la lumbre que inevitablemente emana en lo profundo al contacto con los hombres, con las mujeres y sus voces, sus piernas y cabellos; tiznada con la lumbre que inevitablemente emana en lo profundo, por el simple hecho de estar tirada a la suerte de quién sabe qué mundo, con incontables seres que aún más ignoran de lo que ella apenas recuerda en milenios y milenios de existencia. Ahora la Catrina Trina tiznada por aquella lumbre, podía sentir en las recónditas cavernas de sus huesos, la soledad. Ése no era el verdadero inconveniente para Trina, ya había visto cómo en la soledad y en la miseria se puede tener el tino de encontrar luz en dicha porquería. Se puede encontrar infinita belleza en los tormentos más crueles de un hombre; lo aprendió de la música mexicana, “cómo no chingado”. Lo terrible para la Catrina era sentir soledad y nada más, esperaba poder identificarse, ser parte de una familia, romper corazones, ser despechada o algo que le diera otra cosa que no fuera soledad y nada más.
Una de las vecinas de nuestra querida amiga, doña Esther, amplia mujer en tamaño y en conocimientos espirituales, originaria del tres veces heroico puerto de Veracruz, le habló muy entusiasmada sobre un ritual que se lleva a cabo en la cima de Cerro Grande, y aunque el ritual no nació en aquellas tierras de Minatitlán, sino varios miles de kilómetros al norte, según doña Esther, igualmente le serviría a Trina para abrirse al mundo y a los elementos, para integrarse a la vida y ser parte de la única energía vital que nos nutre a todos. Para la mayoría de la gente, subir Cerro Grande no es cosa de todos los días y hacerlo al amanecer resulta ser toda una aventura. Los tripulantes de aquella camioneta modelo ochenta y noséquécarajos, andaban a centímetros de la muerte por el borde de los altísimos barrancos, pero no lo digo porque literalmente fueran acompañados por una de las parcas, lo digo porque un ligero resbalón y les hubiera valido una muerte inminente. No fue así, los hombres que subían en la camioneta están tan habituados a esos caminos que bien pueden andarlos a ciegas sin problemas. Tan habituados están, que parecían no resentir la disminución de oxígeno, los intempestivos cambios de clima y temperatura, que para trina fungían como el umbral entre mundos distintos. Ya a unos dos mil metros de altura, cercados por un bosque de pinos llegaron al Terrero, ahí don Taurino esperaba a la Catrina, pues ese don con tan puntiagudo nombre guiaría el ritual. La primera impresión sobre su “chamán” fue un tanto decepcionante, ella había imaginado un viejo ataviado de coloridas mantas, plumas de cenzontle y siempre acompañado místicamente por el humo del copal, bailando al ritmo de cuernos y percusiones. Ciertamente don Taurino era un hombre viejo, pero vestía como cualquiera de los mortales. Hombre y parca, se saludaron con una sonrisa mientras el viejo sacudía la espalda de su invitada, la larga terracería le colmó de polvo hasta los dientes. - No se quede ahí parada, véngase pa’ acá y yo le explico – haciendo caso la Catrina fue detrás de don Taurino, y para cuando hubo de alcanzarlo, regresó la vista hacía las pocas casas del Terrero, pero la niebla y la vegetación ya se las habían tragado. - Usted sabe que esto no es un juego, usted está ofreciéndose a todo lo que existe y a todo lo que ha existido – a pesar de que estos conceptos no son nada desconocidos para Trina, sino todo contrario, comenzó a ponerse nerviosa, podía sentir la mirada punzante de don Taurino tupiéndole los enormes ojos huecos, y la voz tremulosa vibrando su conciencia. - La verda’ es que si sube, ya no hay manera de regresar hasta que se acaba todo, si lo hace, usted se atiene a lo que pueda pasar, y yo no se lo recomiendo – las palabras del don dejaron de tener ese poderoso efecto hipnótico de antes, y mucho más confiada gracias a toda su experiencia dijo a todo que sí sin chistar, total, habiendo visto todo lo que ella durante tantísimo tiempo, qué le podían hacer unos cuantos días de ayuno e insondable aislamiento. Regresaron al pueblo y a la par de que almorzaban, llegaron otros tres viajeros. Don Taurino explicó uno a uno lo que sucedería y les enseñó cómo hacer las cuerdas con fibras de agave que después se atarían en cada una de las extremidades. A medio día ya caminaban los cinco por senderos estrechos y poco claros, casi no se decía nada, de vez en cuando el “chaman” les daba referencia sobre algún animal que encontraban. La bonita muchacha del vestido blanco, intentó tomar una salamandra de negro y un intenso rojo, pero antes de que ella pudiera hacer cualquier movimiento, sin siquiera voltear hacía atrás, don taurino atajó las intensiones de la muchacha, diciéndole en tono muy amable que la piel de esos preciosos animales es venenosa. Por fin llegaron a un claro prácticamente en la cima de Cerro Grande conocido como “el olvidado”, de ahí, el señor se llevó uno por uno a los viajeros al que sería su mundo por los siguientes cuatro días. Primero fue el joven del tambor, la bonita muchacha de vestido blanco, después la Catrina y al último quedó el hombre de pantalón camuflajeado. A la vista de don Taurino, con sus 480 deseos en papel, Trina marcó el perímetro de un cuadro aproximadamente de un metro por uno, durante su aislamiento, por ninguna circunstancia debía sobrepasar esos límites o sufriría las consecuencias. Entregándole un caracol para hacer un llamado en caso de no resistir, el “chamán” se despidió de nuestra amiga diciéndole que no temiera, que si estaba ahí es porque estaba dispuesta a enfrentar hasta su propia muerte <¿mi propia muerte?>, ese pensamiento nunca, pero nunca, había cruzádose por la mente de la Catrina. La primera tarde pasó tranquila, las nubes yendo de un lado para otro, y los pasos de uno que otro ser pacífico como conejos y venados cola blanca, le apaciguaban todo ánimo de nerviosismo inexplicable para ella. Ciertamente la noche fue más difícil, la conciencia de Trina seguía un tanto tranquila, pero el problema se concentró en el frío, la imponente luna en lo alto, parece un manto helado que comienza a calar los rincones más oscuros del alma. Después de escuchar sonar por largo rato el tambor del joven, pudo conciliar el sueño sólo para despertar al alba con más frío que antes, el sereno cubría los pinos a su alrededor, la tierra estaba húmeda, ella estaba húmeda. Con gran placer veía elevarse el sol entibiando su macilento cuerpo, confortándola a ella y confortando sus sentimientos. Por un momento, comprendió perfectamente a las culturas extintas que ella tan bien conocía, y su devota adoración al astro que a diario a de aliviarnos del frío y de la angustia de la noche. Pero como dicen, no todo es tan bueno ni es tan malo, a las pocas horas la catrina sentía una sed espantosa, ahora el sol la estaba cociendo viva, le sabía la boca pastosa y a tierra, el cansancio no le permitía estar de pie mucho tiempo, pero si se recostaba era peor, la tierra hervía, <¿por qué fregados don Taurino no me dejó bajo los árboles?> preguntaba al aire con notable desesperación. En esos ratos, el caracol parecía el remedio más tentador, era fácil, sólo había que levantarlo, tomar una larga bocanada de aire y exhalar firme y lentamente. Resistió, trató lo más que pudo desprenderse de sus sentidos, de esas sensaciones que durante siglos deseó y que ahora los sentía tan intensamente que no aguantaba. Gruesas y pesadas nubes calmaron el calor, y entonces ahí, recostada boca arriba, Trina terminó por despojarse de su cuerpo y mientras fluía el cosmos a través de su líquido cefalorraquídeo, escuchó diminutos pasos, pocos, pocos que se incrementaban a cada segundo hasta hacerse evidente; las gotas de una estrepitosa y densa lluvia golpeaban inmisericordes su cuerpo, aliviando el aparente desierto en el que se hallaba y aliviando también, el aparente desierto de su alma. Abría la boca y le desbordaba agua así como se le desbordaban carcajadas, ignoro que la habrá hecho reír tanto, lo cierto es que así estuvo hasta caer en un profundo sueño.
Despertó en la madrugada con bastantes ganas de hacer pipí, así que se paró al borde de su uno por uno y orinó. El intenso frio no le hizo ignorar que enfrente de ella, ocultos entre los matorrales, un ardiente par de ojos la observaba, el pánico la petrificó, espero unos segundos hasta que pudo reponerse, y herida en el orgullo al notar la fragilidad que ahora habita en ella, gritó <¿quién chingados anda ahí?, ¿qué quieres cabrón?, si es usted don Taurino salga ya y déjese de juegos>, los ojos parpadeaban lentamente. , los ojos parpadeaban inmutables. De pronto se abrió otro par de ojos a un lado de los primeros, después uno atrás de trina, a la izquierda, a la derecha, decenas o cientos, o decenas de cientos de pares de ojos que la observaban parpadeando inmutablemente, <¿qué es lo que quieren?... ¿Qué no ven que nada traigo y nada tengo?... ni siquiera algo para tragar, dejen de mirarme, no saben quién soy lo que puedo hacer, no tienen una idea… dejen de observarme qué no ven que nada tengo, estoy pudriéndome en soledad, déjenme> los ojos comenzaron a volar en todas direcciones, juntos y separados, chocando contra ella, encerrándola en remolinos centelleantes decía la Catrina arrodillada y con la cara al suelo a la par que lloraba sin consuelo. Las hojas, las ramas y los árboles sucumbieron ante el caos, cayendo y haciendo valer en sonido todo tu peso. A kilómetros de distancia, el tambor del joven sonaba frenético y Trina pudo ver como toda ella se hacía polvo, hueso a hueso volvía al origen, polvo, todo el sustento, polvo, todo el alimento. -oiga, oiga, qué hace ahí, quiere que la lleve a algún lado… aquí martita no respinga si quiere irse en su lomo – refiriéndose el viejo sombrerudo y bigotón a la vaca que llevaba. - usted no anda perdida ¿verdad?, si durante años ya he visto a varios que vienen aquí a asolearse nomas y lloriquear, ¿no quiere agüita?, está bien fresca… pero sí, ya había oído yo por ahí que no se puede… ¿y cuánto le falta oiga?... no ps si ya es bien poquito, lo difícil ya lo libró… que esté bien, y ya sabe, cualquier cosa ahí nomás le sopla al caracolito. Después del abrupto despertar, la Catrina se sintió bien por haber escuchado a alguien y por no ser sólo polvo como había creído la noche anterior. Trina creyó haber entendido el mensaje, incluso creyó que el propósito de la experiencia se había cumplido, pues sentía entender que absolutamente todo ser viene del mismo origen, mas no se imaginaba nuestra amiga que aun no era así. Un ligero retumbe en la tierra, le hizo abrir los ojos y prestar atención. Primeramente creyó estar escuchando el tambor del joven, descubrió que no. El retumbe y el ritmo crecían, entonces Trina alzó la cabeza y quedando sobre sus rodillas miro a su alrededor. La luna iluminaba espléndidamente, platinaba el mundo de una manera tan hermosa, que incluso daban ganas de no dormir para poder contemplar aquello, bajo la luz el mundo era diáfano, cristalino… el temblor que sintió debajo la hizo regresar la atención, delante de ella apareció Martitha, la vaca del viejo de en la mañana, venía corriendo como loca, respiraba a jadeos y en su galope llevaba furia. Levantándose de inmediato, la Catrina pensó en correr, pero antes de hacerlo recordó que era imposible, y en su conciencia resonaron las palabras de don Taurino , irónico, la mismísima muerte tenía que dejar atrás su orgullo y toda su altivez y verse como uno más de los mortales, despojarse, aceptar que se es parte de algo enorme y que el deceso de uno es la vida de otro, y que la muerte es algo que viene tarde o temprano. Así lo hizo, Marthita corría iracunda hacía Trina y ésta, en cuclillas, veía pasar cada segundo de su incalculable existencia, aceptando el final de esa su manifestación física, e infinitamente angustiada por la incertidumbre de no saber que vendría después. En cuclillas, cerró los ojos agachando la cabeza metiéndola entre sus rodillas y se cubrió con los brazos. Néstor Calavera

lunes, 10 de septiembre de 2012

Los Santos de Sebastián

Apenas iniciando el segundo cuarto del siglo anterior, La Catrina Trina aun prestaba sus servicios a ése el tan oscuro oficio de la muerte, se paseaba por los terrenos de la Hacienda La Capacha, al norte de la ciudad de Colima. Era un día como todos, los mozos andaban en los potreros dedicándose a la siembra y las señoras en casa haciendo nixtamal y los almuerzos. Trina sabía perfectamente el momento y el lugar de la cita, así que se sentó en una piedra a un lado de la calle para hacer tiempo. En aquellas épocas tan peligrosas, donde cristeros y callistas peleaban a muerte, dedicarse al oficio de la muerte no necesitaba de tales instrucciones, podías reposar a la sombra de una parota y al poco rato, solita te llegaba la chamba. Dicho y hecho, a la media hora llegaron un grupo de soldados e irrumpieron en la tienda del pueblo, desde afuera en donde se encontraba la Catrina, se escuchaban forcejeos y algunos gritos, casi de inmediato los soldados sacaron a empujones a un muchacho llamado Sebastián, al que quién sabe porque sus amigos le decían Santos. Con una soga amarrada al cuello algo le iban preguntando, mas la Catrina no alcanzó a escuchar qué cosa, lo que fuera, el muchacho nada más movía la cabeza diciendo que no. Siendo un pueblo tan pequeño, los vecinos rápidamente se percataron del mitote y salieron a observar lo sucedido. No es que a los hombres verde olivo les asustara la multitud, creo que a pesar de todo, seguían teniendo algo de pudor, así que tomaron a Sebastián, o Santos para los amigos, y pasaron la cuerda sobre una rama alta en el patio de la tienda, la gente se amontonó sobre la puerta y ahí Trina aprovechó para escurrirse al interior del patio. Pudo ver cómo los soldados jalaban la cuerda sin lástima, quedando el pobre muchacho colgado. Trabajo fácil, pensó La Catrina Trina. Él luchaba con las manos para descolgarse, pero pronto ya no pudo y cuando se comenzaba a poner morado, los soldados lo bajaron dejándolo ahí tirado entre la tierra y el zacate. Los chivos del corral observando con los ojos pelones nomás atinaban a berrear despavoridos. Al poco rato Sebastián, o Santos para los amigos, comenzó a moverse y se estaba reponiendo cuando lo subieron otra vez, preguntándole que “dónde chingados están los cristeros, y quiénes los ayudaban”. Ni una palabra le pudieron sacar, y era lógico, pues pobre Santos no podía ni respirar. Desesperado por no obtener respuesta, el comandante jaló la soga con vehemencia dejándolo inconsciente. Trina pensó que tal vez era momento para actuar, cierto era que el muchacho moriría en ese momento, pero no había el por qué de tanto martirio, la pena y los lloriqueos de los vecinos en la puerta empezaban a inquietarla.
Otra vez tirado el muchacho sobre la tierra y el zacate, los soldados fumaban haciendo bromas y platicando como cualquier día de rutina. Así es que Trina decidió entrar en acción, aprovechando la aparente calma para llevarse a Sebastián, o Santos para los amigos. Caminando imperceptible entre los sonrientes combatientes, llegó hasta el muchacho, se agachó y antes de que pudiera tocarle la pierna, de pronto éste se sentó con la cara desencajada y de un brinco se puso de pie, pegando carrera para el corral de ordeña y escondiéndose en una huerta de mangos, aguacates y palmeras, los soldados junto con la Catrina lo persiguieron de inmediato, lo buscaron por horas y horas, pero ya no supieron de él nunca más. Trina creyó que todo quedaría ahí, como una anécdota de un trabajo fallido y que no sabría nada más, eso creyó hasta hoy, que en el mercado Obregón en el centro de la ciudad, mientras desayunaba menudo escuchó a una señora llamada Doña Carmen, que contaba exactamente el mismo relato, validando su historia con el hecho de haber estado presente ese día al ser vecina del muchacho, y sería así, como aproximadamente tres cuartos de siglo después, la Catrina supo que Sebastián, o Santos para los amigos, huyó del pueblo y se unió a la causa cristera, sobreviviendo y muriendo de viejo y de cansancio. Néstor Calavera

lunes, 26 de septiembre de 2011

Datsun Marrón

Venía La Catrina Trina de un generoso festejo realizado por uno de sus ya muchos amigos en estas tierras. Ella caminaba hacia su casa por una de las solitarias avenidas villalvarenses. Los árboles en ambas aceras, tornaban la noche en un momento sombrío que hasta a ella misma le producían cierto recelo; Trina siempre ha tenido la idea de que en los árboles frondosos puede vivir cualquier cosa, en ese sentido, no sería raro que algún extraño monstruo la estuviese asechando, esperando el momento justo para saltarle a la cara desde una rama.
Al entrar a un claro, una cuadra de banquetas desiertas tenuemente iluminadas por el mortecino alumbrado público, se sintió más tranquila, su corazón tomó un ritmo cardiaco más lento y sus pasos fueron más seguros.


Al poco rato un silencio casi sepulcral se hizo escuchar, desde siempre había estado ahí, pero Trina no lo notó hasta ese instante. Levemente su corazón se aceleraba de nuevo y sus pasos trastabillaron un poco, se le crispaban los nervios con tanto silencio, pues todo parecía muerto (y nadie mejor que ella sabe que ni la muerte es tan silenciosa). Segura de que el mundo es un lugar escandaloso, prestó atención para escuchar. El abandono de las calles en esas altas horas de la noche, le permitió pararse en medio de aquel helado río de pavimento, cerró sus grandes ojos huecos y abriendo sus brazos cuan largos son, esperó.
De a poquito a ella fueron llegando destellos de sonido, como luciérnagas coquetas. El aire que le entraba por las fosas y se desparramaba por sus descarnadas costillas fue el primero en presentarse. Después, a su derecha una pareja de grillos galanteaba secretamente. A su izquierda en el rincón de un tejabán, una araña esperaba pacientemente sobre su tela a que un despistado insecto cayera en la trampa. Hizo un esfuerzo para concentrarse más y descubrió cómo el viento movía los pesados árboles, refrescando su follaje y cuanto ser habita en él; nada de monstruos, sólo gusanos mudos y torcacitas roncadoras, y todo eso lo sabía porque ahora podía escucharlo, incluso sus oídos alcanzaron los pensamientos de un hombre al que el insomnio mantenía despierto sobre su cama.
Después La Catrina Trina trató de ir más lejos y a unas cuadras de distancia, logró escuchar lo que parecía el sonido de un motor. Fija su mente en el ronronear de aquella máquina, supo La Catrina que se trataba de un auto, un Datsun 76 color marrón que figuraba destartalarse en su andar por las calles empedradas de la Villa. En su interior iban dos personas, el conductor era un chico de 22 años llamado Beto, y a su lado lo acompañaba la hermosísima Susana de apenas 17.
Trina se llevó una sorpresa, pues el zumbar desesperado de las alas de una mosca, le hizo saber que la araña andaba de suerte. Mientras tanto en el auto, se conjuraba el plan que llevaría a Beto y Susana a una noche de caricias nerviosas y jadeos tremulosos, noche de cuerpos despojados de sus ropas por la avidez de entregarse al deleite del amor, y también, por qué no, animados por el licor que junto con fuego, corría por sus venas.


<< Es increíble lo que uno puede descubrir y a donde puede llegar poniendo un poco de atención a sus oídos >> pensó Trina, y en ese punto, ella ya se encontraba muy interesada en las dos parejas, la del Datsun marrón y la de la telaraña; en la segunda el captor permanecía inmutable dejando que su víctima luchara y se resistiera a la trampa, tarde o temprano el cansancio la vencería; en la primera, Beto conducía con ansiedad, deseaba llegar pronto a su casa, entrar muy sigilosamente junto con la hermosísima Susana de ojos claros, faros de gracia, y hacer lo que ya se imaginan ustedes. Atenta trina seguía el lejano y apresurado ronronear, y también la desesperada lucha de una mosca por su vida.
Pasaron algunos minutos.
Beto miraba embelesado a Susana, arena blanca avivada de luna contorneaba su bien proporcionado cuerpo, su cabello rojo le caía por los hombros como regando un capullo del que está apunto de brotar una dulcísima flor, y Beto no era más que una atarantada abeja queriendo tomar la codiciada miel. En la telaraña, la resistencia de la víctima era prácticamente nula ahora, la araña se acercaba muy lentamente sin expresión visible en su rostro, fría y severa se preparaba a devorar su cena.
Beto sucumbía a sí mismo y apenas con las yemas de sus dedos, rozaba aquella arena blanca que Susana llevaba por piel, iba por sus brazos, por los hombros, por el cuello, las mejillas y por donde quiera que le fuera posible. También decía cosas que probablemente él no iba a recordar, pero a ella le encantaban, se miraban con los ojos fogosos queriendo ya no estar en ese auto, queriendo ya no estar en aquel helado río de pavimento. Susana sonrojada por uno de los halagos de Beto, no pudo mantener la mirada sobre la de él y volteó al frente para calmarse, al instante, la cara de encanto con que cargaba desapareció y se tornó en sorpresa, casi en horror, y gritando con voz agitada le dijo a Beto:
-¡Vas atropellar eso!
La Catrina Trina ya no pudo saber más, todo cuanto escuchaba había desaparecido sin más ni más. Sobre aquella calle desierta, alumbrada tenuemente por las luces mortecinas del alumbrado público, yacía inerte un bulto de huesos tratando de recobrar la conciencia, y a la izquierda, una araña imperturbable sobre su tela, tragando con dificultad lo que parecía lo último de una mosca.

Néstor Calavera

martes, 26 de julio de 2011

El Tigre

Era una de esas pocas tardes oscuras, densas y borrascosas en el valle colimense, cuando La Canela, pintoresca habitante del este de Villa de Álvarez, pesada, jadeante, se arrinconaba al fondo de la sucia herrería de Don Gabo el Manco, resguardando su tremuloso cuerpo y esperando, esperando algo que no sabía, pero el cansancio de sus piernas y la sensación de que el estómago le reventaría no le dejaban más que echarse a esperar lo inevitable.
Al poco rato supo que aquello con lo que cargaba hacía meses no eran las piedras que a veces se traga, tampoco eran rencores encarnados, no eran sino sus hijos, ocho hermosos cachorros lamidos y adorados por su madre desde el instante en el que ésta los vio nacer de sus entrañas.
Fue pasando el tiempo y los hermanos que se chupaban a su abnegada madre, crecían fuertes y bellos, entre juegos y mordidas, hasta que poco a poco se fueron regando por el mundo. Don Gabo, manco pero no menso ni manso, supo hacer negocio con aquellos cachorros imparables. Afamándolos de tiernos, nobles y obedientes, aquel viejo herrero fue cambiándolos por dinero hasta quedar sólo uno, un esplendoroso perro de ojos tristes y levemente atigrado.


Un día, a dos meses de nacido y cuando La Canela ya sin la obligación maternal salía de paseo, Don Gabo, se paró frente al último cachorro restante y mirándolo a los profundos ojos tristes le dijo:
-tú me gustas para que te quedes, te pareces a mí, ¿y sabes qué? Te vas a llamar “El Tigre”- desde ese momento el animal quedaría marcado para toda su vida por aquellas palabras que no entendía –así es, vas a ser “El Tigre”, el perro más cabrón de todo este barrio.

***

El típico rechinar del cuero con que son hechos los guaraches de araña, alertó a un triste perro que descansaba en el pórtico de una casa ajena. Dicho animal, con el ímpetu que le permite el llevar a cuestas una pila de años perrunos, dejó su letargo para irrumpir en el zigzagueante andar de los arácnidos guaraches.
El tripulante del tradicional calzado colimense paró en seco al descubrir frente a sí, entre las sombras, una silueta en cuatro patas que respiraba sonora y parsimoniosamente.
Cauteloso, el animal se acercaba permitiendo que la luna revelase su rostro, hasta que se hallaron el uno frente al otro en una mutua y silenciosa observación.
-yo soy La Catrina Trina, hija del tiempo hijo de la eternidad
-yo soy El Tigre, hijo de la calle y el perro más cabrón de todo este barrio- contestó el animal entre pausas para respirar
-¿estás enfermo?
-estoy viejo- decía mientras un hilito de saliva se desprendía de su hocico
-¿viejo? He visto como los años se repiten una y otra vez y créeme, tú no lo pareces tanto
-sé quién eres, sé que los siglos no mancillan el esqueleto que te irgue , pero el tiempo que he vivido yo ha sido suficiente para hacer de esta carne que me cuelga, una carga más que una fuerza- hablaba el animal mientras el hilo de saliva seguía alargándose- me pasé la vida intentando ser el guardián que estas calles necesitan; ladraba a los desconocidos, peleaba con los intrusos y el barrio me lo agradecía, ahora, toda esa gente que me respetaba ya no está, vivo incógnitamente entre el desprecio de los vecinos
-curso natural de la vida- decía la catrina
-lo natural sería morir ya


-no desesperes, cada quién tiene su hora
-¿y la mía no habrá pasado ya?- cuestionaba el tigre con angustia- tal vez algún descuido me ha hecho seguir cargando conmigo mismo
-¡imposible! El oficio de la muerte no es algo que se descuide o se tome a la ligera, segura estoy de que hay alguien designado a venir por ti en el último de tus días
-¡ayúdame Catrina Trina! Ayúdame a llegar al mundo que he esperado conocer desde que el olvido se hizo de mí; la gente aquí cree que soy molesto, me desprecian, me es difícil conseguir alimento, ya no sirvo para defender estas calles, los perros vecinos vienen y obran a su antojo y yo ya no pueda más que mirar y lamentarme
-lo siento, pero no es mi designio
-¿eres la muerte y no puedes mandar al otro mundo a un perro desgraciado y miserable?
-no juegues conmigo, desde hace tiempo que no ejerzo, ahora después de siglos, descanso y disfruto de andar entre los vivos
-¿y quién hace tu trabajo?
-existen miles de seres como yo, encargados de ultimar a quien le toque, yo soy sólo uno entre muchos
-¡mátame!- suplicaba el orgulloso y pobre perro mientras el hilito de saliva casi llegaba al suelo
-no puedo, siento pena por ti pero ahora tengo una forma física y si alguien me viese haciéndolo, estaría perdida
-míranos, es de madrugada y la ciudad esta desierta
Pensativa la catrina contestó:
-vamos a dejarlo a la suerte, ¿tienes una moneda?
-no, soy un perro
-bueno, entonces así lo haremos: nos sentaremos aquí, y si antes del amanecer este árbol pierde en número, más hojas que años en tu haber, será como tú lo deseas

***

Una mujer le decía a su hombre:
-levántate Fernando, tienes que hablar al ayuntamiento, ¿te acuerdas del perro mugroso que se echa aquí afuera en las noches? Amaneció muerto y tienes que llamar para que vengan por él antes de que comience la pestilencia

Néstor Calavera

martes, 11 de enero de 2011

Una muerte inesperada

La espesura de mal sabor en su boca, árida y sufriente de los efectos de una nutrida juerga la noche anterior, despertó súbita a La Catrina Trina y en el acto, a tumbos y de tambaleante caminar se dirigió a la cocina buscando un vaso con agua. Del refrigerador casi vacio sacó una jarra de gran tamaño y bebió directamente, al instante el agua, heladísima por cierto, inundaba las fauces de trina llevándose el pastoso sabor acre que tanto le disgusta en las resacas. Poco a poco también, la normalidad volvía a sus férvidos sentidos, sobre todo en la vista, donde cúmulos de una deslumbrante claridad entraban por sus redondos ojos huecos, como hasta tupirlos de blanca nieve que la dejaba ciega.
Más recuperada de la somnolencia y con su mente volviendo en sí, la catrina se paró frente al fregadero, sintió su boca limpia y aliviada, intentó recordar como llegó a casa durante la noche, – caminé – dijo para sus adentros y a su cabeza vino en imagen ella misma, mentándole la madre a una patrulla de la policía municipal y echándose a correr, a correr como una loca en medio de la calle empedrada bajo la oscura y briaga madrugada. Un sonoro - ¡Hah! – fue lo único que se le ocurrió después de recordar aquella escena.
Estaba por girar el grifo del agua para refrescar sus manos y su cara cuando algo la detuvo, su atención fue atraída por un pequeño punto veloz y diminuto que se movía asistemáticamente dentro de la tarja, hacía círculos, después líneas diagonales, verticales, horizontales y cuantos movimientos existan, todos a una velocidad excepcional con respecto a su pequeño tamaño, pero más allá de su rapidez, a la catrina también le pareció curioso como este ocni (objeto caminador no identificado) se detenía cada tantos centímetros, esperaba unos instantes y retomaba su andar. Trina acercó sus ojos para poder descifrar el misterio de aquel objeto y de pronto, sin saber cuándo ni cómo, ya eran dos pequeños puntos negros los que paseaban velozmente por su fregadero. Usando su cerebro ya despierto, puso su huesuda mano en medio de la pista de aquellos corredores y esperó a que chocaran contra ella. Después de algunos segundos el plan tuvo éxito, el primero de los puntos subió cautelosamente por el dedo meñique de La catrina Trina, un gracioso cosquilleo se hizo sentir y ella creyó reconocer que era el movimiento de minúsculas patitas. Al verse solo, el segundo punto también decidió subir a la mano y éste lo hizo por el dedo índice. Una vez teniéndolos a los dos y levantando el brazo, la catrina pudo ver de cerca aquellos inquietos seres.
Observarlos resultaba difícil, pues el remolino en que se convertía su mano parecía imparable, de tanto en tanto uno de los puntos detenía su estrepitoso andar para tomar aire, para ubicarse, buscar algo o sabe para qué, pero cuando lo hacía, ese efímero instante convertía al nebuloso espectro en un cuerpo ligeramente alargado y sostenido por seis patas delgadísimas, un par más grande que el otro empezando de delante, a ese extremo le coronaban dos antenas casi tan crecidas como los seres mismos. A través de su mente y pasado, La Catrina Trina recorrió todo el mundo tratando de identificar lo que tenía enfrente; ante sus ojos apareció bajo una lluvia de sol la pirámide de Giza, moradora antigua del desierto fértil; la muralla china serpenteando entre frondosas colinas, como un dragón que siempre mira; y cayendo eternamente y cada día, la torre de pisa, que su agonía no olvida. Pero fue aquí, cuando vio el azul volcán del que se viste al mago de mil fuegos, que a su lengua como una trucha aleteando llegó la palabra que buscaba.
-¡Esquilines! – dijo en voz alta mientras meneaba el dedo índice de la mano izquierda. Se puso contenta, hacia tiempo que no se los topaba y tenerlos en las manos le hizo apreciar la identidad olvidada de esta tierra. Cerró los ojos y temblando con la cabeza al cielo, sintió como por todo su macilento cuerpo rozaban las caricias de las almas que aún sin carne y hueso, habitan este casi desmemoriado pueblo.
Los esquilines, aparentemente siempre ajenos a la presencia de Trina seguían el juego, caminar, parar, buscar, huir. Con sorpresa y aparente recelo, uno de los seres pequeñitos, el segundo, atrapó al primero y aunque no muy claro, la catrina veía como el bandido estrujaba fuertemente el que huía, lo mordía, lo pateaba y maldecía, sorprendida nuestra amiga se limitó a ser sólo una espectadora de aquel evento. Menos de un minuto fue suficiente para que se separaran, el primer esquilín yacía inerte sobre la palma de la catrina, mientras el segundo, daba pasos cortos, miraba hacía abajo, a un lado y al otro, como queriendo abandonar la evidencia de su crimen. Pasmada, La Catrina Trina dejó los dos cuerpos sobre el pretil, uno vivo y otro muerto. – Muerto- pronunció intrigada. Ella conoce a los humanos muertos, conoce a los humanos vivos, vive entre ambos, pero, ¿y un esquilín?, ¿dónde queda un esquilín? Trataba de hallarlo en el suelo, en el aire, en el techo o donde fuera pero en algún lado habría de estar pensaba ella. Se dio cuenta de que no era así, no quedaba más que un cadáver mutilado. Caminó despacio y cabizbaja de regreso a su cama y por primera vez, en su incalculable existencia siendo hermana de la vida y muerte, reflexionó a cerca de lo que para cada uno de nosotros significa “morir”.