jueves, 13 de septiembre de 2012

Polvo Eterno

Sé bien que no he escogido la materia de este cuerpo tenaz, pero indefenso, arrastro una cadena de cenizas: polvo eterno. Tal como yo han pasado las edades, soportando la lucha de lo interno, el polvo va tomando sus entrañas de alimento... Al principio, cuando su alma no era más que un cacho de mármol, ajeno al dolor y a toda esperanza del cincel que habría de pulirla, para la Catrina Trina resultaba muy difícil entender la naturaleza de los sentimientos. Ahora, tiznada con la lumbre que inevitablemente emana en lo profundo al contacto con los hombres, con las mujeres y sus voces, sus piernas y cabellos; tiznada con la lumbre que inevitablemente emana en lo profundo, por el simple hecho de estar tirada a la suerte de quién sabe qué mundo, con incontables seres que aún más ignoran de lo que ella apenas recuerda en milenios y milenios de existencia. Ahora la Catrina Trina tiznada por aquella lumbre, podía sentir en las recónditas cavernas de sus huesos, la soledad. Ése no era el verdadero inconveniente para Trina, ya había visto cómo en la soledad y en la miseria se puede tener el tino de encontrar luz en dicha porquería. Se puede encontrar infinita belleza en los tormentos más crueles de un hombre; lo aprendió de la música mexicana, “cómo no chingado”. Lo terrible para la Catrina era sentir soledad y nada más, esperaba poder identificarse, ser parte de una familia, romper corazones, ser despechada o algo que le diera otra cosa que no fuera soledad y nada más.
Una de las vecinas de nuestra querida amiga, doña Esther, amplia mujer en tamaño y en conocimientos espirituales, originaria del tres veces heroico puerto de Veracruz, le habló muy entusiasmada sobre un ritual que se lleva a cabo en la cima de Cerro Grande, y aunque el ritual no nació en aquellas tierras de Minatitlán, sino varios miles de kilómetros al norte, según doña Esther, igualmente le serviría a Trina para abrirse al mundo y a los elementos, para integrarse a la vida y ser parte de la única energía vital que nos nutre a todos. Para la mayoría de la gente, subir Cerro Grande no es cosa de todos los días y hacerlo al amanecer resulta ser toda una aventura. Los tripulantes de aquella camioneta modelo ochenta y noséquécarajos, andaban a centímetros de la muerte por el borde de los altísimos barrancos, pero no lo digo porque literalmente fueran acompañados por una de las parcas, lo digo porque un ligero resbalón y les hubiera valido una muerte inminente. No fue así, los hombres que subían en la camioneta están tan habituados a esos caminos que bien pueden andarlos a ciegas sin problemas. Tan habituados están, que parecían no resentir la disminución de oxígeno, los intempestivos cambios de clima y temperatura, que para trina fungían como el umbral entre mundos distintos. Ya a unos dos mil metros de altura, cercados por un bosque de pinos llegaron al Terrero, ahí don Taurino esperaba a la Catrina, pues ese don con tan puntiagudo nombre guiaría el ritual. La primera impresión sobre su “chamán” fue un tanto decepcionante, ella había imaginado un viejo ataviado de coloridas mantas, plumas de cenzontle y siempre acompañado místicamente por el humo del copal, bailando al ritmo de cuernos y percusiones. Ciertamente don Taurino era un hombre viejo, pero vestía como cualquiera de los mortales. Hombre y parca, se saludaron con una sonrisa mientras el viejo sacudía la espalda de su invitada, la larga terracería le colmó de polvo hasta los dientes. - No se quede ahí parada, véngase pa’ acá y yo le explico – haciendo caso la Catrina fue detrás de don Taurino, y para cuando hubo de alcanzarlo, regresó la vista hacía las pocas casas del Terrero, pero la niebla y la vegetación ya se las habían tragado. - Usted sabe que esto no es un juego, usted está ofreciéndose a todo lo que existe y a todo lo que ha existido – a pesar de que estos conceptos no son nada desconocidos para Trina, sino todo contrario, comenzó a ponerse nerviosa, podía sentir la mirada punzante de don Taurino tupiéndole los enormes ojos huecos, y la voz tremulosa vibrando su conciencia. - La verda’ es que si sube, ya no hay manera de regresar hasta que se acaba todo, si lo hace, usted se atiene a lo que pueda pasar, y yo no se lo recomiendo – las palabras del don dejaron de tener ese poderoso efecto hipnótico de antes, y mucho más confiada gracias a toda su experiencia dijo a todo que sí sin chistar, total, habiendo visto todo lo que ella durante tantísimo tiempo, qué le podían hacer unos cuantos días de ayuno e insondable aislamiento. Regresaron al pueblo y a la par de que almorzaban, llegaron otros tres viajeros. Don Taurino explicó uno a uno lo que sucedería y les enseñó cómo hacer las cuerdas con fibras de agave que después se atarían en cada una de las extremidades. A medio día ya caminaban los cinco por senderos estrechos y poco claros, casi no se decía nada, de vez en cuando el “chaman” les daba referencia sobre algún animal que encontraban. La bonita muchacha del vestido blanco, intentó tomar una salamandra de negro y un intenso rojo, pero antes de que ella pudiera hacer cualquier movimiento, sin siquiera voltear hacía atrás, don taurino atajó las intensiones de la muchacha, diciéndole en tono muy amable que la piel de esos preciosos animales es venenosa. Por fin llegaron a un claro prácticamente en la cima de Cerro Grande conocido como “el olvidado”, de ahí, el señor se llevó uno por uno a los viajeros al que sería su mundo por los siguientes cuatro días. Primero fue el joven del tambor, la bonita muchacha de vestido blanco, después la Catrina y al último quedó el hombre de pantalón camuflajeado. A la vista de don Taurino, con sus 480 deseos en papel, Trina marcó el perímetro de un cuadro aproximadamente de un metro por uno, durante su aislamiento, por ninguna circunstancia debía sobrepasar esos límites o sufriría las consecuencias. Entregándole un caracol para hacer un llamado en caso de no resistir, el “chamán” se despidió de nuestra amiga diciéndole que no temiera, que si estaba ahí es porque estaba dispuesta a enfrentar hasta su propia muerte <¿mi propia muerte?>, ese pensamiento nunca, pero nunca, había cruzádose por la mente de la Catrina. La primera tarde pasó tranquila, las nubes yendo de un lado para otro, y los pasos de uno que otro ser pacífico como conejos y venados cola blanca, le apaciguaban todo ánimo de nerviosismo inexplicable para ella. Ciertamente la noche fue más difícil, la conciencia de Trina seguía un tanto tranquila, pero el problema se concentró en el frío, la imponente luna en lo alto, parece un manto helado que comienza a calar los rincones más oscuros del alma. Después de escuchar sonar por largo rato el tambor del joven, pudo conciliar el sueño sólo para despertar al alba con más frío que antes, el sereno cubría los pinos a su alrededor, la tierra estaba húmeda, ella estaba húmeda. Con gran placer veía elevarse el sol entibiando su macilento cuerpo, confortándola a ella y confortando sus sentimientos. Por un momento, comprendió perfectamente a las culturas extintas que ella tan bien conocía, y su devota adoración al astro que a diario a de aliviarnos del frío y de la angustia de la noche. Pero como dicen, no todo es tan bueno ni es tan malo, a las pocas horas la catrina sentía una sed espantosa, ahora el sol la estaba cociendo viva, le sabía la boca pastosa y a tierra, el cansancio no le permitía estar de pie mucho tiempo, pero si se recostaba era peor, la tierra hervía, <¿por qué fregados don Taurino no me dejó bajo los árboles?> preguntaba al aire con notable desesperación. En esos ratos, el caracol parecía el remedio más tentador, era fácil, sólo había que levantarlo, tomar una larga bocanada de aire y exhalar firme y lentamente. Resistió, trató lo más que pudo desprenderse de sus sentidos, de esas sensaciones que durante siglos deseó y que ahora los sentía tan intensamente que no aguantaba. Gruesas y pesadas nubes calmaron el calor, y entonces ahí, recostada boca arriba, Trina terminó por despojarse de su cuerpo y mientras fluía el cosmos a través de su líquido cefalorraquídeo, escuchó diminutos pasos, pocos, pocos que se incrementaban a cada segundo hasta hacerse evidente; las gotas de una estrepitosa y densa lluvia golpeaban inmisericordes su cuerpo, aliviando el aparente desierto en el que se hallaba y aliviando también, el aparente desierto de su alma. Abría la boca y le desbordaba agua así como se le desbordaban carcajadas, ignoro que la habrá hecho reír tanto, lo cierto es que así estuvo hasta caer en un profundo sueño.
Despertó en la madrugada con bastantes ganas de hacer pipí, así que se paró al borde de su uno por uno y orinó. El intenso frio no le hizo ignorar que enfrente de ella, ocultos entre los matorrales, un ardiente par de ojos la observaba, el pánico la petrificó, espero unos segundos hasta que pudo reponerse, y herida en el orgullo al notar la fragilidad que ahora habita en ella, gritó <¿quién chingados anda ahí?, ¿qué quieres cabrón?, si es usted don Taurino salga ya y déjese de juegos>, los ojos parpadeaban lentamente. , los ojos parpadeaban inmutables. De pronto se abrió otro par de ojos a un lado de los primeros, después uno atrás de trina, a la izquierda, a la derecha, decenas o cientos, o decenas de cientos de pares de ojos que la observaban parpadeando inmutablemente, <¿qué es lo que quieren?... ¿Qué no ven que nada traigo y nada tengo?... ni siquiera algo para tragar, dejen de mirarme, no saben quién soy lo que puedo hacer, no tienen una idea… dejen de observarme qué no ven que nada tengo, estoy pudriéndome en soledad, déjenme> los ojos comenzaron a volar en todas direcciones, juntos y separados, chocando contra ella, encerrándola en remolinos centelleantes decía la Catrina arrodillada y con la cara al suelo a la par que lloraba sin consuelo. Las hojas, las ramas y los árboles sucumbieron ante el caos, cayendo y haciendo valer en sonido todo tu peso. A kilómetros de distancia, el tambor del joven sonaba frenético y Trina pudo ver como toda ella se hacía polvo, hueso a hueso volvía al origen, polvo, todo el sustento, polvo, todo el alimento. -oiga, oiga, qué hace ahí, quiere que la lleve a algún lado… aquí martita no respinga si quiere irse en su lomo – refiriéndose el viejo sombrerudo y bigotón a la vaca que llevaba. - usted no anda perdida ¿verdad?, si durante años ya he visto a varios que vienen aquí a asolearse nomas y lloriquear, ¿no quiere agüita?, está bien fresca… pero sí, ya había oído yo por ahí que no se puede… ¿y cuánto le falta oiga?... no ps si ya es bien poquito, lo difícil ya lo libró… que esté bien, y ya sabe, cualquier cosa ahí nomás le sopla al caracolito. Después del abrupto despertar, la Catrina se sintió bien por haber escuchado a alguien y por no ser sólo polvo como había creído la noche anterior. Trina creyó haber entendido el mensaje, incluso creyó que el propósito de la experiencia se había cumplido, pues sentía entender que absolutamente todo ser viene del mismo origen, mas no se imaginaba nuestra amiga que aun no era así. Un ligero retumbe en la tierra, le hizo abrir los ojos y prestar atención. Primeramente creyó estar escuchando el tambor del joven, descubrió que no. El retumbe y el ritmo crecían, entonces Trina alzó la cabeza y quedando sobre sus rodillas miro a su alrededor. La luna iluminaba espléndidamente, platinaba el mundo de una manera tan hermosa, que incluso daban ganas de no dormir para poder contemplar aquello, bajo la luz el mundo era diáfano, cristalino… el temblor que sintió debajo la hizo regresar la atención, delante de ella apareció Martitha, la vaca del viejo de en la mañana, venía corriendo como loca, respiraba a jadeos y en su galope llevaba furia. Levantándose de inmediato, la Catrina pensó en correr, pero antes de hacerlo recordó que era imposible, y en su conciencia resonaron las palabras de don Taurino , irónico, la mismísima muerte tenía que dejar atrás su orgullo y toda su altivez y verse como uno más de los mortales, despojarse, aceptar que se es parte de algo enorme y que el deceso de uno es la vida de otro, y que la muerte es algo que viene tarde o temprano. Así lo hizo, Marthita corría iracunda hacía Trina y ésta, en cuclillas, veía pasar cada segundo de su incalculable existencia, aceptando el final de esa su manifestación física, e infinitamente angustiada por la incertidumbre de no saber que vendría después. En cuclillas, cerró los ojos agachando la cabeza metiéndola entre sus rodillas y se cubrió con los brazos. Néstor Calavera

lunes, 10 de septiembre de 2012

Los Santos de Sebastián

Apenas iniciando el segundo cuarto del siglo anterior, La Catrina Trina aun prestaba sus servicios a ése el tan oscuro oficio de la muerte, se paseaba por los terrenos de la Hacienda La Capacha, al norte de la ciudad de Colima. Era un día como todos, los mozos andaban en los potreros dedicándose a la siembra y las señoras en casa haciendo nixtamal y los almuerzos. Trina sabía perfectamente el momento y el lugar de la cita, así que se sentó en una piedra a un lado de la calle para hacer tiempo. En aquellas épocas tan peligrosas, donde cristeros y callistas peleaban a muerte, dedicarse al oficio de la muerte no necesitaba de tales instrucciones, podías reposar a la sombra de una parota y al poco rato, solita te llegaba la chamba. Dicho y hecho, a la media hora llegaron un grupo de soldados e irrumpieron en la tienda del pueblo, desde afuera en donde se encontraba la Catrina, se escuchaban forcejeos y algunos gritos, casi de inmediato los soldados sacaron a empujones a un muchacho llamado Sebastián, al que quién sabe porque sus amigos le decían Santos. Con una soga amarrada al cuello algo le iban preguntando, mas la Catrina no alcanzó a escuchar qué cosa, lo que fuera, el muchacho nada más movía la cabeza diciendo que no. Siendo un pueblo tan pequeño, los vecinos rápidamente se percataron del mitote y salieron a observar lo sucedido. No es que a los hombres verde olivo les asustara la multitud, creo que a pesar de todo, seguían teniendo algo de pudor, así que tomaron a Sebastián, o Santos para los amigos, y pasaron la cuerda sobre una rama alta en el patio de la tienda, la gente se amontonó sobre la puerta y ahí Trina aprovechó para escurrirse al interior del patio. Pudo ver cómo los soldados jalaban la cuerda sin lástima, quedando el pobre muchacho colgado. Trabajo fácil, pensó La Catrina Trina. Él luchaba con las manos para descolgarse, pero pronto ya no pudo y cuando se comenzaba a poner morado, los soldados lo bajaron dejándolo ahí tirado entre la tierra y el zacate. Los chivos del corral observando con los ojos pelones nomás atinaban a berrear despavoridos. Al poco rato Sebastián, o Santos para los amigos, comenzó a moverse y se estaba reponiendo cuando lo subieron otra vez, preguntándole que “dónde chingados están los cristeros, y quiénes los ayudaban”. Ni una palabra le pudieron sacar, y era lógico, pues pobre Santos no podía ni respirar. Desesperado por no obtener respuesta, el comandante jaló la soga con vehemencia dejándolo inconsciente. Trina pensó que tal vez era momento para actuar, cierto era que el muchacho moriría en ese momento, pero no había el por qué de tanto martirio, la pena y los lloriqueos de los vecinos en la puerta empezaban a inquietarla.
Otra vez tirado el muchacho sobre la tierra y el zacate, los soldados fumaban haciendo bromas y platicando como cualquier día de rutina. Así es que Trina decidió entrar en acción, aprovechando la aparente calma para llevarse a Sebastián, o Santos para los amigos. Caminando imperceptible entre los sonrientes combatientes, llegó hasta el muchacho, se agachó y antes de que pudiera tocarle la pierna, de pronto éste se sentó con la cara desencajada y de un brinco se puso de pie, pegando carrera para el corral de ordeña y escondiéndose en una huerta de mangos, aguacates y palmeras, los soldados junto con la Catrina lo persiguieron de inmediato, lo buscaron por horas y horas, pero ya no supieron de él nunca más. Trina creyó que todo quedaría ahí, como una anécdota de un trabajo fallido y que no sabría nada más, eso creyó hasta hoy, que en el mercado Obregón en el centro de la ciudad, mientras desayunaba menudo escuchó a una señora llamada Doña Carmen, que contaba exactamente el mismo relato, validando su historia con el hecho de haber estado presente ese día al ser vecina del muchacho, y sería así, como aproximadamente tres cuartos de siglo después, la Catrina supo que Sebastián, o Santos para los amigos, huyó del pueblo y se unió a la causa cristera, sobreviviendo y muriendo de viejo y de cansancio. Néstor Calavera